Casi todo el mundo está familiarizado con la historia de la Navidad, aún aquellos que no tienen mucho conocimiento de la Biblia. El emperador romano, Augusto Cesar, promulgó un edicto para que todos los habitantes del imperio fuesen empadronados en su lugar de origen.
Esto obliga a José y María, una pareja israelita, a viajar desde Nazaret hasta la aldea de Belén, a unos 160 km de distancia. María estaba embarazada y cuando llegan a su destino se cumplen los días de su alumbramiento, con el agravante de que todas las posadas estaban llenas, excepto el establo de un mesón desconocido. En aquella sala de parto improvisada nace el niño Jesús, rodeado de animales, una escena que se recrea cada año para esta fecha en cientos de miles de nacimientos en todo el mundo occidental.
La narración de esta historia la encontramos en los evangelios de Mateo y de Lucas; pero es en el evangelio de Juan donde se nos da una explicación teológica de lo que realmente sucedió allí. Aquella noche, en la aldea de Belén, ocurrió el evento más extraordinario, más trascendental, más determinante y más incomprensible de toda la historia humana. El apóstol Juan lo explica con estas palabras, en el vers. 14 del cap. 1: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”.
Es evidente que el Verbo que se hizo carne es el que fue mencionado ya en el versículo 1: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. También es evidente que Juan desea llevar la mente de sus lectores a la primera declaración que encontramos en toda la Biblia, en Gn. 1:1: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”, y todo eso por medio de Su Palabra, porque la Palabra de Dios tiene poder creativo. Dice David en el Sal. 33:6 que “Por la Palabra de Jehová fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca”. Y en He. 4:12 dice que “la Palabra de Dios es viva y eficaz”.
Por supuesto, si el mundo existe por la Palabra de Dios, entonces la creación no es otra cosa que una revelación de Dios. A los judíos se les enseñaba desde niños que la creación era una especie de libro en el cual podemos leer muchas cosas acerca de la gloria y el poder de Dios (comp. Sal. 19:1-6). Un poemita infantil lo dice en una forma bien sencilla:
Dios hizo los cielos
Con voces muy claras,
Y te dio los ojos
Para que escucharas
De manera que lo que Juan nos está diciendo en la introducción de su evangelio es que aquella Palabra por medio de la cual Dios creó el universo, es en realidad una Persona, y no una Persona cualquiera. Ese Verbo que en el principio estaba con Dios, en perfecta comunión con Él, ese Verbo era Dios; el misterio de la Trinidad, un Dios en tres personas: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Cuando todo vino a la existencia, el Verbo ya estaba allí, en perfecta comunión con Su Padre, actuando como el Agente todopoderoso por medio del cual todas las cosas vinieron a ser. Y fue ese Verbo el que se hizo carne.
Noten que Juan no dice simplemente que se hizo Hombre. Usando el lenguaje más crudo posible Juan quiere que nosotros entendamos que la segunda persona de la Trinidad vino a ser parte de la raza humana, haciéndose como uno de nosotros con todo lo que eso implica. Durante 9 meses estuvo en el vientre de su madre María, siendo alimentado por medio de su cordón umbilical, desarrollándose como niño en el ambiente de su placenta, exactamente como sucedió contigo y conmigo.Ese Verbo, sin el cual nada de lo que ha sido hecho fue hecho (Jn. 1:3), decidió venir al mundo como una criatura dependiente de una joven virgen en Israel. Y cuando finalmente fue dado a luz, no vino con una aureola alrededor de su cabeza, como se presenta en algunas pinturas religiosas, sino como un niño judío común y corriente. De haber nacido en un hospital cualquiera, nadie hubiera sido capaz de diferenciar a Jesús de cualquier otro niño en la sala de maternidad.
No sé cuántos de Uds. han escuchado un villancico navideño que dice:
La vaca mugiendo despierta al Señor,
Más no llora el Niño, pues es puro amor.
Entendemos el sentir poético del autor, pero teológicamente eso no es cierto. Jesús lloraba como cualquier otro niño; tuvo que ser alimentado con leche materna; hubo que enseñarle a caminar, a hablar, a leer y a escribir. Dice en Lc. 2:52 que “Jesús creció en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres”. Como bien ha dicho alguien: “Aquel que habló y trajo el Universo a la existencia” tuvo que aprender el alfabeto hebreo (y tal vez el Arameo).[i] Tuvo que aprender a decir “papá” y “mamá”, como cualquiera de nuestros hijos.
Jesús tuvo que crecer en el entendimiento de las Escrituras, hasta que poco a poco comenzó a darse cuenta que todo lo que estaba escrito en la ley, en los profetas y en el libro de los Salmos, en realidad hablaba de Su propia vida, de Su muerte en la cruz, de Su resurrección.
Si queremos entender la magnitud del evento ocurrido en la primera Navidad, no podemos idealizar la humanidad de Jesús. Aquella noche en Belén Dios se hizo Hombre, un Hombre como tú y como yo. Y todo eso, sin dejar de ser Dios. Él se cansaba, sentía hambre, le dolía el rechazo y el maltrato, lo mismo que a nosotros. Jesús se identificó plenamente con nuestra humanidad, excepto que Él nunca pecó.
[i] Elyse Fitzpatrick; Found in Him; pos. 628 de 3323 en Kindle.
Fuente: https://blogs-es.thegospelcoalition.org/sugel-michelen/